Kobarich se despierta como cada día
de diario con el esfuerzo que requiere la sensación de tener que luchar contra
el Mundo entero, hace mucho que lo siente en su contra; los festivos se levanta
pero no se despierta, no merece la pena, no está obligada.
En el desayuno ya no se preocupa por su peso pues sólo a ella le importaba, pero
está doblegada. Durante el aseo repasa los pasos a seguir para conseguir
integrarse en el escaso ambiente que permite el trabajo de la Administración;
no tardó mucho en saber que nadie la contemplaría para una empresa privada.
Llega al trabajo y empieza la farsa: va contra quien aún no huye e intenta
torpemente cerrar el plan del café con quien no quiere comprometerse pese a
repetir diariamente su rutina; concreta la hora y el sitio pero esto no la
tranquiliza y permanecerá alerta oteando sobre la pantalla los movimientos de
los compañeros.
Empieza a trabajar, le satisface creer que la toman por muy buena
trabajadora pues tiene la sensación realizar su cometido a la perfección. Pero
su poca o mucha capacidad no importa ya que está sin desarrollar por su falta
de relaciones, desgraciadamente su ya duradera inexperiencia hace que crea que
dos más dos sólo puede ser cuatro. Es un buen soldado, pero nefasta cuando se
sale de la organización castrense del trabajo creyéndose avalada por sus
trienios.
Llega el ansiado café, por cortesía se han acordado de ella, muestra su
nerviosa felicidad que pronto se convierte en una aburrida incontenida
verborrea: sus hermanos y la tele, la tele y sus hermanos, nada propio, nada de
ella. Tras el agotador descanso vuelve al trabajo. Persiste en su creencia de
que las cosas tienen una única e incuestionable solución lo que la hace
terriblemente ineficaz pero muy adecuada para el puesto.
Termina la jornada y se retira a casa, aún quedando la mitad del día por
delante no queda nada por hacer... ver la tele, vivir a través de terceros.
Don Curro.
(Hay más campos de concentración que
los de Iván Denísovich)