Tokio está plagado de restaurantes, y comercios en donde comprar comida para comer de cuclillas en algún parque o “winter garden” si la flexibilidad te da para mantener un poco de dignidad. En el día a día se puede comer muy bien y muy barato (unos 4 o 5 euros con el cambio actual que algo subió) en pequeños restaurantes perfectamente arreglados y limpios, con sus flores en los aseos y con un servicio que no puede ser más educado y atento; la mayoría de estos sitios son de sopa de pescado a la que le echas un poco de lo que quieras, especialmente tallarines, están buenísimas y la única pega es tener que soportar al vecino sorbiendo sin pudor, costumbres.
Pero por un poco más, se puede comer en sitios muy agradables que suelen estar completamente especializados: de sushi, de teriyaki, de sashimi, de fugu (pez globo venenoso)... si se va a fugu a fugu y si se va a Rolex a Rolex. El tema se distingue claramente porque suelen exhibir lo que ofrecen con unos escultóricos rótulos además de tener vitrinas junto a las puertas con peceras de fugus vivos o maquetas muy realistas de la comida; y no es para que el escaso turista se entere de qué se da, sino para que ellos sepan cómo se sirve.
Si se quiere probar algo bueno, el bolsillo se resentirá menos que en Madrid, unos 50 euros, ya mencioné la muy recomendable guía Wallpaper de Phaidon. Lo mejor para disfrutar sin pensar es pedir que te traigan lo que ellos quieran; la honradez fuera de la política de un nipón es absoluta, (así probé por primera vez un sake bueno que jamás se me hubiese ocurrido pedir). Un punto y aparte fue cenar en el restaurante japonés del lujosísimo Park Hyatt (Lost in Translation) tras unas copas de media tarde en el piano bar de la última planta de este curioso rascacielos de Kenzo Tange: tres horas de una excelente comida, difícil de describir y muy divertido el show de cómo te van haciendo las cosas en la mesa.
El problema de los buenos restaurantes es encontrarlos, a veces es complicado, muy pocas calles de Tokio tienen nombre, los barrios sí, y las manzanas están numeradas, y dentro de las manzanas los edificios siguen una secuencia irregular de números, luego, si se da con el número y no se dispone del nombre del sitio en japonés no sabremos qué local es o en que planta está, la única forma es viendo si el número de teléfono coincide. Si se va en taxi, lo más seguro es que no conozca el sitio y se pierda, y si pregunta en las simpáticas garitas de policía ubicadas junto a las estaciones de metro destinadas únicamente a orientar a la gente (pues no hay delitos), allí estarán tan perdidos como el taxista y se perderá un tiempo precioso a la par que cómico pues no podrán no ser amables e intentar localizar el restaurante. En definitiva, la única forma es comprar un callejero en el que vengan los números de las manzanas y de los edificios. (Es un misterio para qué sirve la segunda planta de las garitas.)
Pero tras unos tres días de buen comer en Tokio, viene la crisis: no se ha ingerido una sola gota de grasa y el organismo empieza a demandar energía de forma desesperada. Lo primero que uno intenta recordar es dónde vio el último restaurante americano para ir allí a engullir un poco de comida insana, pero apenas existen en Tokio, así que con las fuerzas flojeando, uno vuelve al hotel en cuya carta, si no es de una cadena americana, no figura una triste hamburguesa o pizza con doble de queso. Simplemente te vas a dormir con mucha hambre a pesar de haber comido excelentemente todo el día. Recuerdo que a un japonés que comía cochinillo en Segovia le preguntaron si le gustaba más que el sushi, e impertérrito contestó que no para sorpresa de los presentes. No es de extrañar, el pobre nipón estaba ingiriendo en un solo plato más grasa de la que tenía previsto nutrirse en toda la vida alcanzando unos niveles de colesterol inaceptables por culpa del sabroso cochino, como mínimo iba a necesitar hibernar ese año.
¡Japan is different!
Don Curro.
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